POR QUÉ HE ESCRITO ESTE LIBRO: El Evangelio marginado.
Lo que tiene y lo que le falta
José M. Castillo. Teólogo
He escrito este
libro porque he intentado explicar – en cuanto eso es posible – por qué la
Iglesia se interesa más y se preocupa más por el “sometimiento a la religión”
que por el “seguimiento de Jesús”. Creo que, sin miedo a exagerar, se puede afirmar
que en la Iglesia preocupa más el
esplendor de la religión que la
fidelidad al seguimiento de Jesús.
El “sometimiento a
la religión” dio resultado y fue eficaz hasta finales del s. XV. A partir del
Renacimiento, la Reforma (s. XVI), la Ilustración (ss. XVII-XVIII), la
Resistencia y la Restauración (s. XIX), la industrialización y la violencia
(dos guerras mundiales), que marcaron el s. XX, y finalmente la Modernidad y la
Posmodernidad, todos estos grandes fenómenos históricos y culturales, han hecho
que la religión nos sirva para creer en El
Dios falsificado (Thomas Ruster). Un “Dios falso”, que ha llevado al mundo
más avanzado al abandono de la religión.
O en otros casos (que abundan) nos ha conducido, sin darnos cuenta, a que “la
experiencia religiosa de todos nosotros ya no sea de fiar, porque nos remite a
una falsa religión” (o.c., pg. 228).
La Iglesia de los
dogmas, las normas y los ritos fue útil y tranquilizaba las conciencias
mientras los “mitos”, los “ritos” y las “jerarquías” eran útiles y servían para
explicar tantas cosas que los humanos no sabíamos cómo explicarlas o pensábamos
que servían para darle sentido a la vida o tener una esperanza última, que
suavizaba el hecho inevitable de la muerte.
Hoy todo eso ha
perdido (sobre todo, en las generaciones jóvenes) su utilidad y su razón de
ser. Hasta el extremo de que los adolescentes, apenas llegan a cumplir los doce
o trece años, cortan con toda la “jerga” de temas, teorías y creencias, que
enseña el clero, y sencillamente para ellos se acaba y ya no interesa más la
“religión”. Y lo mismo que veo esto, pienso también que este problema (más
grave de lo que mucha gente se imagina) no tiene más solución que lo que vio
Lutero cuando, siendo todavía un monje joven, viajó a Roma. Y allí comprobó que
lo que interesaba a la Iglesia era la sumisión al papa y los rituales
(indulgencias…) que daban dinero (Lyndal Roper, Martín Lutero, p. 75-76).
Mi convicción es
que veinte siglos antes de lo que sienten las últimas generaciones, fue Jesús
de Nazaret, el “personaje-centro” y central del Evangelio, quien se dio cuenta
de que la “religión” del templo y de los sacerdotes, de los dogmas y de las
normas, de los rituales y las observancias, del poder y del dinero, todo eso
fue útil para las culturas de la Antigüedad, pero no responde a lo que necesita el ser humano como tal.
Lo determinante, para el ser humano (lo
que nos humaniza) no es satisfacer la “necesidad” de nuestras propias carencias (esto es lo que hace la “religión”), sino potenciar la “generosidad” para
resolver las carencias de los demás (esto es lo que nos aporta el
“Evangelio”).
Aquí es
fundamental - incluso enteramente necesario - hacer una distinción clave. Hay dos formas de hacer teología y, por
eso, hay “dos modelos de teología”: 1) La “Teología especulativa”, que se
elabora a partir de “teorías”, que se basan en el pensamiento escolástico (con
su “mortificante dependencia del pensamiento de Aristóteles”, según la acertada
fórmula de Lyndal Roper) o tienen sus raíces en el pensamiento estoico
(Pitágoras y Empédocles) (E. R. Dodds), en cuanto se refiere a la moral. 2) La “Teología narrativa”, que se construye
mediante relatos tomados de la vida diaria. El ejemplo más patente (de esta
teología) lo tenemos en los evangelios. Se trata, en este caso, de narraciones
en las que lo determinante no es la “historicidad”, sino la “significatividad”.
En el caso concreto del Evangelio, ¿qué nos dicen esos relatos para nuestra
forma de vivir, para ser fieles al “seguimiento de Jesús”?
Con toda razón y
precisión, J. B. Metz escribió: “La
teología no es hoy teología de profesores, no se identifica con la teología de
oficio. Con mayor razón, pues, no debe la teología histórico-vital encerrarse
en los esquemas de expresión de un lenguaje científico exacto y reglamentado….
De ahí que deba evitar a toda costa someterse incondicionalmente al vocabulario
de la exactitud. Precisamente la teología no es – ni ha sido nunca – una
ciencia natural de lo divino” (La Fe,
en la Historia y en la Sociedad, p. 230).
En esta dirección
tiene que girar la teología, la liturgia y el gobierno de la Iglesia. Como nos
lo está indicando sabiamente el Papa Francisco. Yo sé que darle este giro a la
vida no es posible, si nos atenemos a lo que da de sí la condición humana. Por
eso me parece tan genial la fórmula que nos dejó I. Kant: “La praxis ha de ser tal que no se pueda pensar que no existe un más
allá” (en Gesammelte Schriften,
VII, p. 40). Sólo si tomamos en serio y aceptamos de verdad que Jesús de
Nazaret fue (y es) “un hombre en el que
vemos a Dios” (Jn 1, 18; 14, 9-10; Mt 11, 27; Fp 2, 6-11; Col 1, 15; Heb 1,
2), es decir, solamente cuando sabemos y aceptamos que el Dios Trascendente se
hizo presente en nuestra inmanencia mediante
la vida, la forma de vivir y actuar, de Jesús de Nazaret, sólo
así y en eso encontramos a Dios.
Ahora bien, lo que
encontramos en el Evangelio es que la forma de vivir y de actuar de Jesús fue
una vida marcada por una profunda espiritualidad (su oración frecuente y
prolongada) y una constante preocupación por el sufrimiento humano.
Por eso Jesús no
quiso templo. No quiso sacerdotes. No quiso rituales. No quiso ceremonias sagradas. No quiso obediencia
y sometimiento de nadie a él. No mencionó para nada la división y la
diferencia entre lo sagrado y lo profano.
No habló nunca de orden (“ordo”) ni
de ordenación. Intencionadamente curó
a los enfermos cuando la religión prohibía curarlos. Rechazó con firmeza la
observancia de rituales religiosos (Mc 7). Andaba frecuentemente con “malas
compañías” (los pecadores, los samaritanos, los recaudadores de impuestos…).
Nunca denunció las conductas criminales de los políticos (ni a Herodes, cuando
degolló a Juan Bautista, ni a Pilatos cuando asesinó a los galileos que
ofrecían sacrificios en el templo). Puso sus preferencias en los débiles,
niños, mujeres, extranjeros…. La fe en Jesús fue un hecho solamente para el
excomulgado por la religión: el ciego de nacimiento (Jn 9).
Conclusión: los cristianos tenemos una
“religión” que cada día interesa menos. Porque cada día cobra más fuerza el
rechazo al “poder vertical” (Peter Sloterdijk, Has de cambiar de vida, p. 151-153) y al “poder opresor” (Byung-Chul
Han, Psicopolítica, p. 27-30). Lo que
motiva a la mayoría de la gente es el “poder participativo” y el “poder
seductor”. Si algo destacan los evangelios, es el poder seductor que mostró
Jesús. No para hacerse él importante y famoso. Jesús fue así y se comportó así,
para remediar el sufrimiento humano. Y mediante ese remediar el sufrimiento,
así revelar lo que nosotros podemos
saber de Dios; y cómo podemos relacionarnos con Dios: “Lo que hicisteis con uno de uno de estos hermanos míos tan
insignificantes lo hicisteis conmigo” (Mt 25, 40). Jesús no prescinde de la
religión, sino que desplaza la religión: la arranca de “lo sagrado” y la pone
en el centro de “lo profano”, “lo laico”, “lo más plenamente humano”.
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