| José Arregi
El papa Francisco descansa en paz. Lo de menos es que su maltrecho cuerpo repose en la Basílica de San Pedro o en la de Santa María la Mayor o en un humilde nicho de cualquier cementerio romano.
Descanse en paz, en la paz profunda de la madre tierra, en la eterna paz creadora que sostiene y mueve el universo eterno.
Resultaba demasiado penoso e inhumano ver cómo lo exhibían impúdicamente, urbi et orbi, en aquel estado físico de dolor y asfixia, y escuchar de boca de fuentes supuestamente enteradas y sinceras que aún le quedaba un largo pontificado por delante para coronar el gran proyecto de su reforma eclesial franciscana. En todo ello se reflejaba la impiedad de un sistema tan anacrónico como insostenible, inflexible y ajeno al dolor y a la limitación de un hombre, Jorge Bergoglio, anciano y doliente. La noticia de su fallecimiento fue para mí, pienso que para muchos, un verdadero alivio.