El pasado día 8, fiesta de la Inmaculada Concepción, inauguró el papa Francisco el año jubilar abriendo las puertas de San Juan de Letrán, la catedral del papa en cuanto obispo de Roma. Lo ha llamado ‘el jubileo de la misericordia’, y la Bula convocatoria se titula El rostro de la misericordia en referencia a Jesús de Nazaret.
Misericordia. Es la primera, la última, la única verdad de la Iglesia, de todas sus doctrinas, cánones y ritos. Es el criterio de juicio de todas las religiones. Y, ¿por qué no decirlo?, también de la política o la gestión de la vida pública con todas sus instituciones, partidos, programas y cumbres climáticas. ¡Ay de la política sin entrañas, sin alma, sin misericordia! La misericordia es la luz y la llave de nuestra vida tan preciosa y frágil, de nuestro pequeño planeta tan vulnerable, del universo inmenso e interrelacionado del que formamos parte. El eje del mundo.
¿Pero qué significa ‘misericordia’? Hay que preguntarse, pues el lenguaje religioso –¿como todo lenguaje?– es una interminable sucesión de equívocos, y es preciso abrir cada vez de nuevo las palabras antiguas para que sigan iluminando la mente y moviendo el corazón a la bondad, para que vuelvan a decir lo que dijeron en su origen, o tal vez quisieron pero nunca lograron decir. Es preciso limpiar las imágenes viejas deslucidas para que vuelvan a reflejar la gloria de la vida.
‘Misericordia’, según su etimología, significa entraña, corazón, ternura para con el desdichado. Por eso es uno de los nombres más bellos de Dios, que es como decir corazón de la Vida y de todo cuanto es. Pero las páginas de la bula papal –magníficas, por cierto, inspiradas, llenas de calor y de fuerza– son a la vez clara muestra del equívoco de nuestro lenguaje religioso: en los 25 números de la Bula, el término ‘pecado’ se repite 25 veces y 11 veces el término ‘pecador’. Se podría pensar que la misericordia de Dios se entiende sobre todo como perdón de los pecados, y el pecado como infracción de la ley divina o como ofensa de Dios. Las palabras se vuelven sombrías. La imagen de un ‘Dios que perdona’ es la otra cara del ‘Dios que castiga’, y ambas son igualmente indignas del misterio divino de la misericordia. “Dios no puede perdonar”, escribió la mística Juliana de Norwich en el s. XIV, porque Dios es solo Amor, Bondad, Ternura, y nunca puede ofenderse ni castigar ni, por ello, tampoco perdonar como nosotros lo hacemos o en el sentido habitual que damos a la palabra ‘perdón’: absolución de un delito, culpa u ofensa.
El equívoco se agrava cuando la Bula habla de las indulgencias en los términos más medievales como liberación de la ‘huella negativa’ o ‘residuo de la culpa’ – ‘reatus culpae’ y ‘reatus poenae’ decían los escolásticos– que queda en el pecador aun cuando sus pecados hayan sido perdonados por el sacramento de la confesión; dicha liberación la podemos alcanzar para nosotros mismos o para nuestros difuntos que sufren las penas del purgatorio… ¿No lo entiendes? Yo tampoco lo entiendo. Lutero tenía razón en aquellas 95 tesis contra las indulgencias con las que arrancó la Reforma protestante en 1517. Era necesario entonces, y lo sigue siendo hoy.
Volvamos al jubileo, a su sentido bíblico original. Cada 50 años, el alegre sonido del jobel recorría las montañas y los valles, dando comienzo al año jubilar. Era el año del perdón, sí, pero no del perdón de los ‘pecados’ por parte de Dios, sino del perdón de las deudas económicas, las deudas que ahogaban la vida de la gente más pobre. Los pobres quedaban libres de sus deudas, los esclavos recuperaban la libertad, los campesinos obligados a enajenarse de la propiedad de su tierra la recuperaban. Podían respirar. Podían vivir. Era el jubileo.
Vino Jesús, y también él un día proclamó el año jubilar en la sinagoga de Nazaret. Y en adelante todas sus palabras y toda su vida se convirtieron en rostro de la misericordia: denunció las injusticias, anunció la liberación de los oprimidos por el poder del imperio y de la religión, reclamó la cancelación de las deudas, compartió la mesa con todos, curó a los heridos, se hizo buen samaritano. En eso consiste el jubileo de la misericordia.
Es la invitación que reitera el papa Francisco en su Bula Misericordiae Vultus. Baste una muestra: “En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye” (n. 15).
¡Bienvenido seas, jubileo! Que se condonen las deudas a las personas y a los países desahuciados. Que los bancos tengan entrañas, no solo cuentas y cajas. Que se abran las fronteras. Que abramos las puertas a la misericordia, los corazones a la esperanza. Que caminemos, guiados por la ternura de las entrañas, hacia la armonía y el descanso de la tierra, hacia la liberación de todos los esclavos, hacia el verdadero jubileo de la misericordia.
José Arregui. Teólogo.
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