NAVIDAD: CIELO Y TIERRA SON UNO. Enrique Martinez Lozano. Teólogo y psicoterapeuta.
En ocasiones se oyen voces de personas
cristianas lamentando que alguna gran festividad, como la de “Todos los
Santos”, se quiera convertir en fiesta pagana tipo “Halloween”. No
soy amigo de esta fiesta en concreto pero quienes así protestan, parecen
desconocer que esa práctica ha sido habitual en todas las épocas. Durante
siglos, la Iglesia católica se fue apropiando de diversas festividades paganas,
a las que terminó “cristianizando”.
Ese es el caso de la fiesta de Navidad.
Para la inmensa mayoría cristiana, el 25 de diciembre es Navidad, porque se
celebra el nacimiento de Jesús. Sin embargo, originalmente, no fue así: esta
fiesta se institucionalizó a partir del siglo IV, y su reconocimiento oficial
se produjo el año 354, por parte del papa Liberio.
La Iglesia terminó cristianizando la
fiesta del “Dies Natalis Solis Invicti” (natividad del sol
invicto), que se celebraba apenas pasado el solsticio de invierno, cuando la
luz del día empezaba a alargar. Es decir, el Sol invicto se “recuperaba” una
vez más y su luz volvía a abrirse paso tras el declive estacional.
Con todo, la elección de esa fecha no
fue algo exclusivo de la Iglesia; eso mismo había ocurrido en muchas
mitologías: en Persia, Mitra, dios de la Luz; en Roma, Apolo; en Egipto, Horus;
en las culturas germánicas y escandinavas, Frey, dios del sol naciente; entre
los mexicas, antiguo pueblo precolombino, Huitzilopochtli, dios del sol…
Tomando al sol como símbolo de lo divino, las diferentes culturas fijaron como
fecha del nacimiento de sus respectivas divinidades el solsticio de invierno,
cuando los días empiezan a alargar, cuando el sol “vuelve a nacer”.
En el caso cristiano, lo que se
perseguía con la elección de ese día –más allá de “cristianizar” una fiesta
previamente pagana-, era señalar a Jesús como el verdadero “Sol invicto”, la
Luz originaria y originante, tal como proclamara el Prólogo del
cuarto evangelio: “Al principio ya existía la Palabra. La Palabra
estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Todo fue hecho por ella y sin ella
no se hizo nada de cuanto llegó a existir. En ella estaba la vida y la vida era
la luz de los hombres… La Palabra era la luz verdadera, que con su venida al
mundo ilumina a todo hombre” (Jn 1,1-4.9).
En un nivel mítico, la lectura literal
presenta la Navidad como el acontecimiento histórico en el que el Hijo de Dios
preexistente, que había tomado cuerpo en el seno de María virgen, nace como un
ser humano, para aportar salvación a toda la humanidad.
Tal lectura presupone una cosmovisión
tripartita (cielo/tierra/abismo) que hoy nos resulta completamente
obsoleta y desfasada. Y se mueve, además, en un modelo de cognición mental
basado en la separación radical. El Dios pensado no puede ser visto sino como
un ente separado y, en cierto sentido, viviendo al margen o en paralelo a la
realidad creada. Sin embargo, apenas se toma un mínimo de distancia de ese
modelo de conocer, se aprecia que aquella imagen, construida desde ese mismo
modelo, es una mera proyección realizada por la propia mente.
Trascendido el literalismo, retomamos el
mito desde una clave simbólica. Y es entonces cuando nos muestra
toda la riqueza que contiene, que podría expresarse de este modo: Lo
más grande y excelso (“Dios”) está (“nace”) en lo más pequeño (un niño).
Eso es lo que ha ocurrido siempre y lo que ocurre en cada instante: todo es
divino-humano, celeste-terrenal, sin separación alguna.
Los mitos –no podía ser de otro modo en
aquel nivel de consciencia- imaginaban lo realmente Real como algo separado y
ajeno a lo cotidiano. Lo que, en la no-dualidad, nos parece impensable
-¿cómo Lo Real podría ser separado de
algo real?-, para una mente mítica parecía incuestionable. Desde
ella nacieron las diferentes mitologías que proyectaban un “reino paralelo” –el
mundo de los dioses- al de la experiencia cotidiana. Sin embargo, superado
aquel nivel de consciencia, resulta patente que todo aquello que los
mitos atribuían a una supuesta divinidad separada no es sino el Secreto o
Núcleo último de todo lo real, Aquello que somos.
En el imaginario colectivo, dentro de
nuestro marco cultural occidental, la “Navidad” toca fibras sensibles,
asociadas desde nuestra infancia a toda una serie de elementos particularmente
evocadores: fiesta familiar, celebración religiosa, pesebre o belén, bebé,
villancicos…; elementos acompañados de notable carga afectiva que puede
sentirse como irrenunciable. Pero más allá de todo eso, su significado remite a
la Unidad.
En cierto sentido, el mensaje de
Navidad puede encerrarse en la imagen del bebé y en la afirmación de que Dios
se hace manifiesto en lo más pequeño. No hay un ente separado; lo Real es
solo uno, en sus “dos caras”, la manifiesta y la inmanifestada. Todo lo
manifiesto, por pequeño que sea, es expresión del misterio último.
La tradición cristiana expresa esta
certeza en el símbolo de Jesús, el Dios-Niño, que a su vez es expresión de lo
que somos todos. Al afirmar de él que es Enmanuel (“Dios-con-nosotros”),
se está reconociendo que no existe nada separado de nada. Como él, todo sin
excepción es divino-humano. Por eso, en todo lo visible estamos
“viendo” lo invisible: son solo las dos caras de lo Real. Y nos equivocamos
cuando pretendemos “anular” cualquiera de ellas. Navidad nos recuerda que todo
es valioso.
Con el
deseo profundo de una muy feliz Navidad,
celebrando
la Vida y la Unidad que somos.
Enrique.
Zizur
Mayor, 20 diciembre 2015
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